Lo prometido es deuda

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Hace una semana Mario Vargas Llosa ganó el premio Nobel de literatura y Cecile su apuesta. Le escribo un email reconociendo su victoria y me comprometo a cumplir lo acordado en París hace siete años. Le debo un bocadillo, nuestro favorito. Lo tomaremos donde siempre, en nuestras sillas del Jardín de Luxemburgo, estoy seguro de que siguen allí, esperándonos en la misma posición que las dejamos el último día. Cecile no contesta el email, estoy acostumbrado, no le doy importancia.

Esta mañana recibo una carta de París, es de Cecile. Me manda una foto suya en el Festival de cine de Cannes, y me escribe comunicándome su defunción, describiendo sus virtudes en vida. Yo castellano, acostumbrado al luto y al llanto en los entierros me ponía enfermo cada vez que Cecile hacía una gracia con un tema como el de la muerte, ella insistía, le encantaba hacerme rabiar. “No ha cambiado”, pensé, “cómo me conoce”. Le contesto de la misma forma, escribiendo a mano una carta, creo que hace años que no lo hago, no sé por dónde empezar. Decido abrir una carpeta con recuerdos, repaso las notas que me metía por debajo de la puerta todas las mañanas.

Cecile y yo fuimos vecinos en una residencia en el centro de París en el verano del 2003 durante 14 días. La conocí una tarde mientras yo intentaba traducir un texto del francés en mi habitación. Mi puerta estaba abierta y ella pasaba a tirar la basura y le llamó la atención un plano de París gigantesco que tenía colgado, marcado con varias rutas que salían de la residencia como los radios de una bicicleta hasta la periferia. Cada ruta tenía una fecha, un horario, y unos edificios a visitar. Entendió que yo debía ser arquitecto o estudiante de arquitectura:“Los arquitectos, solo pensáis en arquitectura”, dijo. “Gilipollas”, pensé. Había entrado en mi cuarto sin llamar, sin saludar, sin presentarse, y encima la bolsa de basura goteaba ligeramente. La miré e hice como que seguía con mi traducción hasta que se fue.

Fui a París con la intención de aprender francés. A los pocos días me di cuenta de que aprendía mucho más fuera de las aulas. Me hice unas rutas que encadenaban lugares de interés para mí. No edificios de arquitectos, sino lugares, espacios de películas y de directores, de novelas y escritores, de ensayos y filósofos, de fotografías y fotógrafos, de pinturas y pintores…Estaba convencido que experimentando estos espacios entendería mejor  las obras y a sus autores.

Dos días después llamaron a la puerta, ahora ya cerrada, mi miedo a que se colara gente como Cecile era mayor que mis ansias de establecer comunicación. Abrí, era ella: “Sé que hoy vas a hacer la ruta por Montparnasse, me apetece acompañarte, parece interesante, por cierto, soy Cecile”, y me cogió la mano y la estrechó. Le di dos besos, “Te jodes” pensé, “en mi país se dan dos besos que no comprometen a nada”. La verdad es que no me apetecía nada irme con ella a ningún sitio, era una auténtica imbécil, pero esta vez no pensé con la cabeza, ni con el corazón, estaba guapísima, le dije que sí.

Cecile tenía unos ojos claros y una sonrisa fascinante, ambos coordinados perfectamente; cuando sonreía, los ojos empezaban a achinarse, hasta que desaparecían cuando su boca tomaba todo el protagonismo en la carcajada, y al revés, cuando se sorprendía, los ojos se hinchaban e inundaban de luz la habitación mientras su boca se empequeñecía intentando pasar desapercibida. Su cuerpo dominado por la curva, perfectamente proporcionado era generoso donde tenía que serlo. Cecile odiaba su belleza, su cara y su cuerpo. Se maquillaba intentando desequilibrar sus facciones, domesticaba la fuerza de su melena morena con moños, pinzas, horquillas, plegados imposibles, negaba el atractivo de su cuerpo vistiendo ropa holgada, ropa de hombre, toda aquella ropa que no permitiera acotar su cuerpo y juzgarlo.

Aquella mañana, Cecile apareció con la cara lavada, y con un jersey de punto fino y un pantalón pirata, ambos ajustados. Le dije que sí. Comenzamos la ruta, se esforzaba por caerme bien, y sabía mucho más que yo de los espacios, las obras y los autores que visitábamos, aquello me sorprendió, se explicaba con una familiaridad extraña, como si los conociera de toda la vida, como si todo aquel conocimiento lo hubiera adquirido de una forma natural. Después entendí que ella era francesa y yo español, que para ella el conocimiento y el debate era algo ordinario. Cecile hablaba español bastante bien, era de Marsella, y había crecido con españoles. Yo seguía hablando muy mal francés, aunque lentamente mejoraba. Tras la ruta le acompañé a su cuarto, me despidió con un beso y un portazo.

Los días, las rutas, y las conversaciones pasaban. Mi memoria era visual, la suya era literaria. Yo me había formado con los videojuegos y la televisión, ella con los libros. Cuando llegábamos al lugar yo analizaba si se parecía al espacio por mi imaginado, ella situaba a sus personajes en ese espacio, imaginaba la escena, y disfrutaba cuando descubría que era coherente. Yo pensaba en espacios, ella lo hacía en personajes. A ella le apasionaba la literatura hispanoamericana y a mí la francesa. Apostamos a quién le darían antes el Nobel a Vargas Llosa o a Proust, ella tenía todas las de ganar, por eso solo aposté un bocadillo. Intercambiamos autores, pinturas, citas, reflexiones, películas… Discutíamos y nos reíamos mucho. Éramos muy distintos. Ella vivía la vida como una película, todo tenía algo de interesante, todos eran personajes con un interior escondido, apasionante, lleno de sorpresas. Yo sabía que la vida real y la imaginada no tenían nada que ver, era mucho más pragmático. Cecile se enfadaba muchísimo cuando veía que podía dedicar una gran cantidad de tiempo a hacer actividades que simplemente eran útiles. Yo era más responsable y no me costaba mucho cumplir con mi obligación. Ella se rebelaba ante todo, hasta que entendía que era ridículo rebelarse por rebelarse. Pasábamos tardes enteras encerrados en mi habitación, y cada noche, Cecile me premiaba dejándome ir algo más allá del beso, para lo revolucionaria que era en la mayoría de las cosas, era tremendamente clásica en los temas de seducción, marcando sus distancias, sus protocolos.

Los dos sabíamos que aquella noche era nuestra última noche. Durante nuestro último paseo no dijimos una sola palabra. Estábamos a gusto incluso sin hablar. Por primera y última vez pasamos la noche juntos en mi habitación. Cuando desperté ella ya no estaba. En su habitación sonaba “Always on my mind” cantada por Elvis Presley, y de repente, paró.  Un portazo, y sentí como se acercaba a mi puerta y  metía por debajo su última nota. Esperé a que se fuera. La leí, le contesté con otra nota y me fui. Dejé Paris. Intercambiamos emails, y nos escribíamos, cada vez menos, hasta que solo fuimos una dirección más en una lista de correos.

Todos estos recuerdos me permitieron contestar su carta, escribiendo, despacio, y sin corregir una sola palabra. Creo que ahora escribo un poco mejor que entonces, espero que ella haya mejorado sus dibujos. Terminada la carta busco su dirección, su carta no tiene remite, busco en internet su nombre completo. Me lleva a la noticia de una desaparición, pincho, por si fuera ella, y allí aparece su foto del Festival de Cannes. La noticia cuenta que Cecile lleva desaparecida dos días, me parece poco tiempo siendo ella. Cuentan que es funcionaria del Ministerio de Cultura de Francia, (me hace gracia sabiendo el odio que tenía a los funcionarios de su país, especialmente a los de cultura), y que trabaja en Marsella, y que su novio, hace dos días que no la ve. Pienso en por qué los novios de mujeres tan inteligentes como Cecile tienen siempre una pinta inconfundible de calzonazos. Me doy cuenta de que en “noticias relacionadas”, aparece la noticia de que la han encontrado.

Cecile había cogido un tren, y había tardado dos horas en llegar a su destino. Se había dedicado a pasear por una zona espectacular de acantilados. Sigo leyendo y empiezo a preocuparme, el tono de la noticia cambia. Había ido a un punto específico que parecía que conocía bien, el punto más alto de la zona, y un punto al que solo se iba para una cosa, para matarse.

Mis pulsaciones empiezan a dispararse, se me corta la respiración, empiezo a sudar y sigo leyendo, Cecile estaba muerta. Se había suicidado en uno de los muchos lugares que planeamos visitar juntos. Me levanté, no entendía nada, no me creía nada, “debe de ser otra Cecile”, pensé.

Me senté y seguí leyendo con detenimiento, buscando el dato que me dijera que aquella no era mi Cecile. Fue entonces cuando leí los extractos de sus diarios que aparecían publicados. Era ella. Me conocía al dedillo su forma de escribir, durante catorce días y aunque era muy celosa de su intimidad  me leía sus escritos y los discutíamos, confiaba en mí. No entendía como habían podido publicarlo, hasta que me enteré que sus diarios estaban en casa de una amiga, que le había prometido no exhibirlo bajo ningún concepto. Su amiga se derrumbó ante la presión policial y confesó que los tenía, del resto se encargaron los periodistas. ¿Y entonces?, la carta que me escribió, cuándo la envió. Revisando la carta me di cuenta, que no la firmaba ella, la firmaba su padre, en mi primera lectura solo me fije en el apellido. La carta era real, hablada de una defunción real, la de su hija. Poco tiempo después me enteré que es una costumbre muy común en Francia comunicar las defunciones a los amigos y conocidos con cartas escritas a mano. Supongo que los padres encontraron mi nombre y mi dirección en algún sitio.

Decidí entonces que debía hacer desaparecer todos los recuerdos que tenía de ella, debía salvaguardar su intimidad, y a mí, desde luego, ningún policía ni periodista me iba a intimidar. Lo quemé todo, y antes de echar el último sobre, la última nota que me escribió el último día, lo abrí y lo leí por última vez: “Luis, prométeme que hablarás de mi, de ti, de lo nuestro, de nuestra muerte, de nuestros sentimientos. Cecile”. Yo le contesté de la misma forma: “Lo prometo, Cecile. Y lo prometido es deuda. Luis”.

Me asusté, demasiadas casualidades, había olvidado ya lo que ponía la nota, lo recordaba simplemente como un juego inocente. A Cecile le encantaba retarme. Sabía que no me gustaba hablar de la muerte, ni de cosas tristes, ni por supuesto de mis sentimientos, y mucho menos en público. Ese fue su reto final, superar todo eso. Me la imagino ahora desafiante, mirándome fijamente, con el cuello tensionado, la barbilla levantada, sonriendo y entornando los ojos, ¡que teatrera era!. Pues ya lo he hecho Cecile, y creo que no tan mal. He hablado de ti, de mí, de lo nuestro, de tu muerte y de nuestros sentimientos, y en un medio mucho más público que un periódico, una red social, donde la mayoría de los que te leen te conocen. Deuda saldada. Me quedo más tranquilo. Sigo mi camino pensando que mereció la pena conocerte, Cecile. On y va.

 

L.I.B.  14 de Octubre de 2010

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